Hace poco recordaba la lectura de una pequeña biografía sobre Frida Kahlo, y es que no es fácil leer a Frida y volver indemne de su pensamiento y su forma de ser.
Frida brillaba con luz propia. Ya desde pequeña se distinguía del resto de las chicas: nadaba, boxeaba, le interesaba la política y se vestía como le venía en gana, casi siempre de forma masculina, algo que le causaría el desprecio de cuantas "amigas" le rodeaban al considerar que se había alejado de los estereotipos a los que debía ajustarse la conducta de una mujer.
Pero a ella no le importaba en absoluto. Se quería tal y como era y no estaba dispuesta a renunciar a sí misma por la aceptación de los demás.
Frida había nacido con espina bífida debido a una deficiencia de ácido fólico de su madre, lo que le acarrearía tener una pierna más corta y delgada que la otra. Sin embargo, sus padres decían que había contraído la poliomielitis para que eso no disminuyera sus posibilidades de contraer matrimonio.
No era la primera vez que Frida se veía envuelta en política; y es que ella vivió la revolución mexicana, escondiéndose de los guerrilleros, mientras su madre daba de comer y curaba a zapatistas heridos.
Frida lo vivía todo con intensidad. Sentía pasión por todo lo que la rodeaba, por ello era enamoradiza y podía enamorarse tanto de hombres como de mujeres sin distinción.
Fue a causa de un accidente del autobús en el que viajaba, que colisionó con un tranvía, que tuvo que abandonar la universidad. La barra de hierro del autobús la atravesó por la mitad y se fracturó, por varios lugares, la columna vertebral, las costillas, la pelvis, la pierna y el pie derecho, lo que la mantuvo postrada en la cama durante varios meses.
Pero gracias a eso, Frida descubrió la vocación de pintar. En sus dibujos y pinturas evocaba su desgracia, se pintaba a ella misma en sus dolores y angustias, porque al fin y al cabo el arte no es más que la forma que tiene el artista de liberarse de su propia condena.
Tres años antes sufriría otro accidente: Diego Rivera. Así lo afirmaba ella: “Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida, uno en el que un autobús me tumbó al suelo… el otro accidente es Diego”.
Y es que Frida se había enamorado del famoso pintor mexicano Diego Rivera, veinte años mayor que ella, por el que sentía una gran admiración. Se casaron sin pompa alguna. Frida vestía con una falda y una blusa que había pedido prestado a una sirvienta y tan solo le acompañaba su padre, puesto que ninguno de su familia aceptaba la relación.
Pronto aprendió a cocinar, apartó la pintura y se dedicó a las tareas del hogar, pero el matrimonio fue turbulento y doloroso: Frida sufrió varios abortos y constantes infidelidades de su marido, una de ellas con su hermana Cristina.
A raíz de este hecho, y teniendo en cuenta que su forma de amar a Diego no le permitía separarse de él, empezó a cultivar su independencia: empezó a tener amantes, hombres y mujeres, una de las aventuras más destacadas fue con León Trotski, al que acogieron cuando le habían condenado a muerte.
Frida volvió a la pintura, empezó a vender cuadros y a forjarse un camino lejos de la sombra de su marido.
Creció como artista y siguió luchando contra su dolor físico y emocional. Cambió el estilo de su pintura, dejó de retratarse a sí misma para pasar a pintar naturalezas muertas. Quizá por el cóctel de tequila y analgésicos, o quizá porque ya intuía la muerte que había de llevársela sin pena alguna para ella. Solo esperaba una salida gozosa y el deseo de no volver jamás.
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